[…] alrededor de las siete, las ocultas fuerzas del tedio me han perdonado la vida y me han permitido empezar a moverme, y entonces me he dicho que mi extrema soledad de los últimos días me estaba perjudicando y que lo menor que podía hacer era tratar de hablar con alguien —con mis vecinos, por ejemplo— y darme un baño de normalidad.
Perfectamente rasurado, con ropa limpia y muy perfumado, a las siete y cinco me he presentado en la casa adosada de la familia Felanitx. Lo he hecho vestido de domingo —para que me vieran como uno de ellos— y con un disco de corridos y rancheras de un grupo de rock fronterizo del Besós, un barrio de la periferia de Barcelona. He regalado esos dramas mariachis y tiernas «machadas» a Clarita, en homenaje secreto a sus ojos verdes de mirada serena.
A causa de esto y también porque se han azorado al verme por primera vez en el interior de su casa y hundiendo, además, mi mirada en las fotos de sus numerosos antepasados, sus padres se han sentido poco menos que obligados a invitarme a salir a su terraza y merendar con ellos. […]
***
Se ha quedado en la terraza la niña de cinco años, la encantadora Berta, escuchando con cara de no entender una sola palabra de lo que he comenzado yo a contarle a su padre acerca del antiguo puerto de Vera Cruz y de lo mucho que me gustaría volver a sus playas lejanas, cosa que sin embargo no pienso nunca hacer ya que, pensándolo bien, la nostalgia de un lugar enriquece siempre que se conserve como nostalgia, pero su recuperación significa la muerte.
—O sea que es usted nostálgico —me ha dicho el dentista, y ha encendido un cigarrillo y ha aspirado largamente una bocanada hundiendo las mejillas de su inquietante huesudo rostro.
Enigmático me ha parecido cierto fenómeno que se estaba apoderando de mi voluntad y que en ese momento he detectado. Me refiero al hecho de que yo hasta ese momento en la terraza no había contado nada que no estuviera escrito ya en este cuaderno de los tres tucanes.
Eso me ha llevado a preguntarme si no estaría corriendo el peligro de excluir y de borrar, tarde o temprano, de mi vida todo lo que no incluya en estas páginas.
Me habría gustado poder comunicarle esta inquietud mía al dentista y poder decirle también que todo eso me traía la memoria de un fenómeno similar que se producía cuando regresaba de uno de mis viajes y la versión que daba del mismo a la primera persona que me preguntaba excluía para siempre todas las otras versiones posibles y se convertía automáticamente en la definitiva, ya que después era incapaz de modificarla ni en el más mínimo detalle.
También me habría gustado poder decirle que este fenómeno me traía la memoria de otro también similar, que tenía como escenario mi propia ciudad natal, donde mis pequeñas simpatías innatas me arrastraban hacia determinados portales que parecían envolverme con su abrazo mientras que otros los percibía siempre como hostiles y los expulsaba de mi vida a diario.
Me habría gustado mucho poder comentarle todo esto al señor dentista y que él me entendiera e incluso aportara nuevas ideas, pero yo tenía la impresión de que con mi vecino sólo podía ser normal y decirle cosas sencillas que no escaparan a su impecable sentido común de hombre de pueblo acostumbrado al espionaje de las dentaduras ajenas.
Yo tenía esa impresión y por eso no ha sido extraño que de nuevo haya vuelto a oír esa especie de consigna interior que me recomendaba ser normal, ser como los demás —como mis vecinos sobre todo—, por mucho que sintiera deseos de elevar el nivel de la conversación con el dentista y, de paso, deshacer entuertos, ciertos malentendidos que notaba yo que se estaban creando. Porque percibía yo, por ejemplo, que él me estaba viendo como un consumado nostálgico de Veracruz cuando en realidad sería más interesante que no desconociera que mi melancolía era del todo impostada.
Pero, claro está, cualquiera se atrevía a decirle que yo me había inventado ese sentimiento de nostalgia hacia aquellas playas lejanas por la sencilla y práctica razón de que si carecía de nostalgia alguna —junto a la memoria, según había podido averiguar, una de las dos materias primas fundamentales para cualquier narrador que se precie—, nunca podría considerarme, aunque tan sólo fuera en secreto, un escritor de pleno derecho, un escritor de verdad.
Pero no. Yo nada de esto le podía decir. Tenía que ser lo más normal posible con el señor dentista y no decirle nada raro que le pudiera espantar, ser en definitiva como los demás y no tratar de explicarle, por ejemplo, que con respecto a México yo me identificaba más con el tema de Rulfo en Pedro Páramo —el tema del regreso, por eso el héroe es un muerto, ¿y qué soy yo sino un derrotado de la vida?— que con la expulsión del Paraíso, que es de lo que trata Bajo el volcán, de Malcom Lowry.
No y no. Nada de todo eso podía yo decirle si no quería que pensara que estaba loco, si no quería verme pronto expulsado del pequeño paraíso de aquella terraza contigua a la mía.
De modo que me he limitado a responderle:
—Sí, señor. Ya ve. Soy muy nostálgico.
Pero entonces me ha sonreído de una forma extraña.
Como si en el fondo se sintiera decepcionado de mi respuesta tan parca. He comprendido que ser tan excesivamente normal también me hacía correr el riesgo de ser pronto invitado a abandonar ese santuario familiar. Y he buscado decirle algo que le chocara un poco y se me ha ido la mano, o la lengua en este caso, y no he tenido una idea mejor que preguntarle, a boca de jarro además, si había leído Bajo el volcán.
Se me ha quedado mirando con una cara amenazante. —Yo no leo —me ha dicho finalmente.
«Dios mío», he pensado. Entonces, para congraciarme con él, le he explicado que yo leo desde hace dos años y le he contado que el resto de mi vida estuve huyendo siempre de los libros, pero que últimamente, tal vez porque necesitaba un periodo de cierto recogimiento dentro de mi maltratada existencia, me he refugiado en los libros.
—Yo no leo, pero eso no significa que algún día no pueda decidirme a leer, de modo que no es necesario que se disculpe —me ha aclarado entonces él, bien sonriente.
Para cerrar ya de una vez por todas este peligroso incidente he terminado prometiéndole que si algún día voy a Palma le compraré el libro de Lowry, del que tengo la intuición de que podría ayudarle a pasar divinamente el verano y también a comprender —me ha mirado sin el menor entusiasmo y hasta con evidente incomodidad— el tipo concreto de nostalgia que yo sentía por el incomparable puerto de Veracruz.
***
Son las cinco y cinco de la madrugada en mi reloj de pulsera, y me encuentro, tal vez por haber bebido demasiado hace un rato, en pleno y duro insomnio, los ojos redondos como platos, o como faros ardiendo en la noche. De nada me ha servido contar botellas como si fueran ovejas, pues me ha dado esta noche por pensar, tal vez por influjo del maldito vecino, que quizás es verdad que aún soy joven y pertenezco al mundo, y eso, para qué negrlo, me ha sentado francamente muy mal. Porque sólo me siento bien, incluso perfecto, cuando me encuentro viejo. Es mi estado ideal el recogimiento, estar apartado del mundo. Sólo estoy bien si me siento viejo.
Desde hace tres días, desde que escribo en este cuaderno de los tres tucanes, me encanta pensar que sólo el gran fracaso que ha constituido mi existencia me da al fin la paz y la felicidad que busqué como un ciego en el amor y otras zarandajas. A mis veintisiete años, la vida ha terminado. Eso lo tengo muy claro. Estoy acabado, a Dios gracias. Y es que sólo cuando pienso que mi fracaso ha alcanzado las proporciones de toda una vida de desengaños, me encuentro a gusto.
Pero hay noches, como la de hoy, en las que al irme a dormir se me ocurre pensar que tal vez es verdad que aún soy joven, y entonces me quedo triste, y me angustio y, por mucho que cuente botellas y botellas, no me duermo y me llega la terrorífica sospecha de que, para mí, hasta la noche es joven. Hoy sólo he conseguido conciliar el sueño unos cinco minutos en toda la noche, el tiempo suficiente para tener esa pesadilla breve pero intensa en la que, tal vez por dormirme en la angustia de que podría ser que todavía fuera joven y el vecino tuviera toda la razón en eso […]
Tras el violento despertar, todos mis intentos de recuperar el sueño han resultado ya inútiles. Y aquí estoy ahora yo, en pleno y duro insomnio, con los ojos bien redondos como platos. Hace un rato he salido a la terraza a contemplar las estrellas y a tomar el aire fresco de la noche y he terminado espiando el misterioso y profundo silencio de la casa de mis vecinos. Digo misterioso porque todo parecía en perfecta calma cuando de pronto, al observar distraídamente cómo movía el viento los ficus y la palmera que protegen la entrada a la terraza de los vecinos, me ha parecido descubrir una orgía secreta, un animado y salvaje diálogo entre los agitados ficus y la esbelta palmera, algo así como una fiesta privada que si hasta entonces había pasado, para mí y para todo el mundo, inadvertida, seguramente era porque se celebraba en la intimidad máxima de la noche, en la hora más callada, cuando hasta el antiguo puerto de la Vera Cruz duerme.
Al hundir aún más la mirada en esa fiesta secreta del viento ha sido cuando de pronto, no voy a negar que entre la sorpresa y el más profundo pánico, le he visto. Sí. Me ha parecido ver al dentista, quieto y agazapado entre los ficus y la palmera, inmóvil su cuerpo y como al acecho de una misteriosa presa, como escondido por otra parte, pues sus pantalones y camisa verdes lograban camuflarlo a la perfección y su figura se confundía, sin el menor fallo, con la naturaleza.
Qué estaría, que estará haciendo ese hombre ahí. Porque no dudo de que sigue ahí, aunque no quiero mirar y constatarlo, pues me da miedo todavía y, además, no me apetece volver a reencontrar esa sensación de apuro que a uno le llega cuando descubre la extraña e inconfesable actividad secreta de un vecino al que creía conocer.
Qué clase de presa estará acechando ese hombre en la oscuridad. ¿Por qué, a estas horas, no está durmiendo con su mujer? Tal vez lo único que sucede es que está más borracho que cuando me despedí de él. O quizás se hace el muerto, o juega a estarlo. O pretende dar un salto repentino hacia adelante y dar un susto de muerte a alguien que, desprevenido, camine tranquilamente por el Paseo del Mar y no se aperciba —cómo puede alguien imaginar una cosa así— de que entre esas plantas hay un hombre al acecho, camuflado entre ellas. Pero no creo que sea eso lo que está sucediendo, porque a estas horas es imposible que pase una sola alma por el Paseo del Mar.
Qué estará haciendo ahí ese hombre. Qué estará haciendo disfrazado de planta. Tal vez todo esto en realidad no tenga nada de raro o de especial y la culpa sea simplemente de los domingos, que son horribles. Son muchas las personas que, a causa de esto, los acaban trastornadas, terminan muy mal sus domingos. Son horribles, sí, los domingos... Pero, Dios mío, qué estará haciendo ahí ese hombre, mi vecino. En cualquier caso, verle ahí completamente inmóvil entre las plantas no sé por qué me ha traído el recuerdo de una imagen entrevista con asombro, el mes pasado, en las afueras de Veracruz, la tarde aquella que daría paso a una noche en la que nacería —fingida— mi nostalgia de ese puerto y de ese mar.
Aquella tarde vi a un campesino indio inmóvil fundiéndose con el paisaje. Y no sólo con el paisaje sino también con la barda en que se apoyaba en aquel crepúsculo presidido por el silencio grave y profundo de la hora. Ese campesino se camuflaba entre la naturaleza y disimulaba tanto su condición humana que hasta parecía abocado a abolirla y volverse, en cualquier momento, piedra, páramo, pirú, espacio y silencio.
Por si acaso el dentista estaba jugando, como hago yo tan a menudo, a hacerse el muerto en vida, y por intercambiar entonces con él los papeles en la noche, le he imitado en su tendencia beoda y he vaciado a su salud, y sobre todo a la mía, una botella entera de vino de Biniali, lo que me ha librado, por momentos, de la angustia excesiva de este insomnio y me ha dejado un buen rato distraído pensando que en definitiva la vida no es más que nostalgia de la muerte. No venimos de la vida sino de la muerte. Eso he dicho y he logrado para mí un cierto alivio, y hasta una tímida risa en mitad de la noche cuando me ha dado por pensar en las viejas risas de México para todos los ataúdes. Y hasta me he atrevido a mirar al dentista y he visto que es la parte más profunda de mí, ahí quieto y bien camuflado entre las sombras de la noche, mi parte oscura. Por eso es mi vecino.
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Lejos de Veracruz (fragmento) Vila—Matas.