lunes, febrero 27, 2006

Deshilvanario











En cuestiones del amor —como otras tantas más, seguramente— es más fácil que termines devorado por el Minotauro a que encuentres una tranquila escapatoria a tus temores. No hay fórmulas seguras para la ecuanimidad afectiva. Y es que los posibles indicios que pueden seguirse para hilvanar tranquilidad muchas veces pueden tomar forma de grandes murallas que nos impregnan de insoportables perplejidades.









En definitiva, ocasionalmente no te quedará otra cosa qué hacer. Acaso adosarnos a los muros enmohecidos de nuestra celda, palpando nuestra calada y agüitada vida sentimental.

En este laberinto de subterfugios a veces creo que no habrá otra opción mas que "volarnos la barda", es decir, inventarnos una escapatoria ratona: abandonarás a Ariadna y acudirás a Penélope para conseguir un poco de tranquilidad dentro de este embrollado laberinto de tu vida.














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miércoles, febrero 15, 2006

Grafos




La ventaja de un texto escrito, decía Savater a su hijo Amador, es que puedes leerlo cuando quieras, «a ratos perdidos y sin dar una muestra de respeto: al pasar por las páginas bostezas o te ríes si te parece, con toda libertad, es más propio para ser leído que para ser escuchado por un sermón». A diferencia de una plática cara a cara, donde uno debe mostrar interés aunque se esté soñando en ir a ver cualquier cosa en lugar de presenciar un rollo confesional, el texto escrito es paciente y sabe esperar cuando regreses a terminarlo. Hoy, por un impulso de desahogo me siento en la computadora para comentarte que estoy agotado de tanto leer, y de eso voy a hablar en este momento. [Empiezan algunos bostezos]


Recuerdo que hace unos días leí (para variar) un artículo donde se mencionaba que un buen texto es aquel que provoca en el lector el deseo de escribir. Un buen cuento, por ejemplo, seria capaz de concebir en tu voluntad el deseo de escribir un cuento, decirse uno para sí «yo también puedo hacer un cuento». Un buen texto —precisando mi recuerdo— es aquel de debe prolongar de manera natural el gusto por la lectura hacia la escritura en un lector común, pues la lectura y la escritura no deben de estar reñidos, ni tendría por qué estarlo.Así pues, en eso consistiría el “feeling” y esencia de un buen escritor: llevar al lector a la idea de que él también tiene algo qué decir, y que no es necesario ser todo un catedrático de la escritura para narrarnos en poesía, cuento, ensayo y demás florituras de la narrativa fragmentaria.

Bueno, eso es lo que se dice. Pero me ha pasado que leo y leo, y en ocasiones uno pierde el hábito de la escritura. Claro, leo y saco apuntes, pero esos vagos escritos se refieren a lo leído, no a mis reflexiones personales.

¿Pues qué has estado leyendo? —se preguntarán. Respuesta: Las Confesiones, de San Agustín. Y para curiosidad, me ha sido un texto inasible porque no he encontrado la interrogante que me sirviera como un detonador de cuestionamientos que impulsaran a una lectura más dinámica y —si se quiere— interactiva. No he podido sacar un ex–cursus, mis propias confesiones, pues, y/o especulaciones intelectuales. Es agotador leer sin una piedra de toque o punto de apoyo. Sucede como en la literatura, cuando no encuentras el anzuelo que te sostenga a la obra empiezas a leer casi mecánicamente, o definitivamente terminas dejándola.

El caso es que casi al final del libro encontré un anzuelo —¡al fin!— que me ha conducido a imaginar no sé cuántas cosas. Es curioso que la filosofía precise de imaginación, pero así sucede al menos a mí, de lo contrario creo que me volvería un lector mecánico.

Hoy en la tarde, mientras leía más por oficio de lectura que por placer intelectual, me dí cuenta de que necesitaba escribir algo fuera de tema, algo sobre mí, desahogar esta extraña inconformidad de la palabra, y ahora me doy cuenta de que un blog sirve hasta para eso, para desahogarse de no sé qué cosa personal. [Disculpa a mis cyberpsicólogos]

Me he percatado de que cuando dejo de leer me falta algo, como que me siento incompleto, como si anduviera por las calles con la mochila vacía, y es que tengo un marcado hábito de lectura. Pero también constato de que ahora tengo otro hábito: escribirme, describirme e inscribir en el imaginario de lo virtual (o la virtualidad de lo imaginario).

Ya me siento mejor.

P. D.: Gracias por llegar hasta aquí.



domingo, febrero 12, 2006

Kevin Carter









En 1993, el fotógrafo sudafricano Kevin Carter viajó con su amigo Joao Silva al llamado "Triángulo de la Hambruna", en Sudán, donde el gobierno islámico estaba en guerra con las tribus Nuer y Dinka. Llegaron en un avión de Naciones Unidas cargado de comida. "Los pobladores hambrientos rodearon el avión, salvo aquellos demasiado débiles para caminar, que esperaban sentados alrededor de un improvisado comedor", dijo Carter, y ambos fotógrafos se separaron para tomar fotos por el campamento. Momentos después le dijo a su amigo: "Le estaba sacando fotos a una nena arrodillada, que apoyaba la cabeza contra el suelo, y de repente un buitre gigante se posó detrás de ella. Seguí disparando, y recién después espanté al buitre". Cuando trató de mostrarle el lugar a su amigo, no estaba el buitre pero la pequeña seguía ahí, vencida por el hambre, y ninguno de los dos la ayudó a llegar al comedor, que estaba apenas a cien metros.

Carter vendió la foto al New York Times, ésta se convirtió en un símbolo de la hambruna, usada en infinidad de posters y campañas, y cuando al diario neoyorquino llegaron miles de cartas preguntando qué había sucedido con la niña, qué había hecho el fotógrafo, Carter tuvo que confesar que no había hecho nada, que suponía que la niña se había levantado para llegar al comedor. El 12 de abril de 1994, la foto ganó el Premio Pulitzer y cuando llamaron a Carter para anunciarle del premio, el fotógrafo no quiso atender a la prensa extranjera, al parecer porque los cuestionamientos lo estaban enloqueciendo. Decía Carter:

Es la foto más importante de mi carrera, pero no estoy orgulloso de ella. No quiero ni verla. La odio. Cuando Joao y yo estuvimos en Somalia en 1992, en medio de la hambruna, ninguno de los dos recogió a un solo chico enfermo o agonizante, aunque vimos cientos. Los mirábamos morir y sacábamos fotos. Yo me sentí impotente cuando fotografié a un hombre cuyo último hijo se le estaba muriendo en sus brazos. Eran buenas fotos; la tragedia y la violencia son imágenes poderosas; por eso las pagan así. Algo de la emoción, de la empatía y la vulnerabilidad que nos hacen humanos se pierde cada vez que apretamos el obturador de la cámara.

Meses después de obtener el premio, a la edad de 33 años, Kevin Carter se suicidó conectando una manguera al tubo de escape y aspirando los gases tóxicos. Al parecer, no pudo resistir ser testigo impávido de una imagen maldita que reflejaba la muerte del hombre, de todos los hombres, talvez el reto más difícil al enfrentarse con momentos dolorosos del acontecer humano.

Texto de Olga Lucía Muñoz López, aparecido en al periódico El Pulso, febrero 20002.

miércoles, febrero 08, 2006


Naturaleza muerta con libros, Botero







Ya casi regreso. Tengo carga de trabajo.





















sábado, febrero 04, 2006

Lápiz

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