sábado, diciembre 31, 2005

Osamenorías

U


Aquí. Soñando que te hablo y soñando que me contestas. Soñando que por un artificio del alma puedo extender el tiempo de mi llamada, ese que hay entre mi palabra y la tuya, que puedo prolongar ese breve instante a mi capricho. Corrijo, para qué te miento, soñando que hablo y que puedo prolongar ese breve instante hasta que nuestros cuerpos aguanten, hasta que mis fuerzas lo permitan y tu paciencia lo consienta.

Disculpa, pero es que cuando sueño que te hablo me siento un poco más irreverente, endiosado.

¿Pero es que no te parece que, cuando uno se corrige, ya hace rato que se ha caído de la cama? Va, pues, que he despertado y caigo en la cuenta de que volvemos a ser mortales; pero es que también caigo en la cuenta de que se puede soñar contigo, despierto, y ahora sueño, querida, que tú estás conmigo; en cierta manera, claro, en cierta manera.

domingo, diciembre 25, 2005

La Navidad o El Ascenso metafísico a uno mismo.

Pero nadie pudo saber las hermosas cosas que había visto.
Andersen


Tal vez yo empecé a crecer cuando en mis navidades se formaron mis primeras tristezas y decepciones propias. Y esto se remonta a mi alejada infancia; dónde más, dirán los especialistas. Algunas veces quedamos solos, en el silencioso en el comedor de la casa, escuchando tal vez con añoranza la algarabía de la casa vecina y otras veces nosotros mismos fuimos los confabuladores de ella. Delicado juego de representación con cerillos, «el despertar amarillo y azul de los fósforos cantores», como dirá Rimbaud.

Sin llegar a nada definitivo, a veces se me ocurre pensar que la navidad bien podría ser un juego para niños —porque es posible que sean ellos quienes más disfrutan esas fechas— que a menudo gustan recrear los adultos a su manera. Y éste es quizá el motivo de que exista una tristeza navideña, porque la navidad también es triste pues lleva una dosis de pesadumbre y nostalgia que se va anticipando por todo aquello que no es.

En la navidad de los adultos —de quiénes más sino de los adultos que buscan representar una escena cuyo motivo es una época llena de felicidad, pues los niños no precisan de una época para divertirse— existe algo que no está en el ánimo del niño, y este algo es, creo, la resignación y la sensatez. Cuando un niño se resigna por algo que no sucede, cuando se percata de una tristeza que no puede disiparse, y más aún en fechas donde, al menos en apariencia, todo lo que tenga que ver con la felicidad tendría que suceder, deja de ser un poco niño para entrar en los albores de la edad adulta. Y cuando este medio-niño actúa con resignación y, por ende, con sensatez ante un evento, digamos, imposible, tal vez ya dejó se ser niño. Sólo le queda entrar a un mundo de la época navideña y recrear sus códigos: actuar como adulto e inculcar el espíritu navideño en otros niños, sustituir la felicidad de los juegos por la felicidad de los obsequios, y cuando algo que no es no puede sustituirse entonces entra una sensatez que busca mitigar con nostalgia, ese pequeño desgarramiento interno que se tuvo en la infancia.

Tal vez por eso las navidades son tristes a veces, no siempre pero sí a veces. Es como si nos viera a la memoria aquella primera tristeza inesperada que tuvimos en una fecha incorrecta, como si recordáramos una épica fallida que involuntariamente nos evoca esa sensación de fragmentación diminuta que se ha ido prolongándo algunos años o enmendándose algunos otros mediante el ritual navideño.

A mi parecer, uno de los autores que ha sabido captar este duelo infantil alegría/tristeza navideños es, sin duda, Andersen con su cuento de La niña de los fósforos. Podría estar también Ebenezer Scrooge, personaje dickensiano y arquetípicamente navideño, como antagonista necesario de los cuadros felices de la temporada decembrina, pero a mi parecer el desvanecimiento del personaje en La niña de los fósforos resulta esplendoroso hasta en su tristeza, pues el Scrooge dickensiano es en Andersen la sociedad y su halo de frialdad. Y es que la navidad es necesariamente este juego de sabores y emociones que de una u otra manera se transita entre estos dos estadios, en una extraña épica de la esperanza e infancia que nos recuerda más de una de las veces la nuestra antes de ese primer desaire. Tal vez por eso las navidades son alegres a veces, no siempre pero sí a veces, debido al discreto movimiento romántico de esperanza y nostalgia metafísica, un «despertar amarillo y azul de los fósforos cantores».

jueves, diciembre 22, 2005

Palabra


A veces, como si uno fuera émulo de Arquímedes, se busca un sólo motivo para mover su mundo, un sólo punto de apoyo para sentirse estimulado a escribir. Sucede que puede acaecer este motivo por cuenta propia o buscándole mientras nuestra mirada se mantiene postrada en cierto lugar. En este caso me detengo en el blog de Zuriñe, mujer inquieta, tenaz, deliciosamente impertinente como suelen serlo aquellas que forman una caja de resonancia con su intelecto para los pulsos de su corazón. El tema, su tema, la inspiración en torno a la poesía, y éste fue mi comentario, bastante endeble, lo acepto, que hasta uno se siente tentado a hacer caso al reclamo de Enrique Tenorio, personaje central de Lejos de Veracruz: tener el detalle de explicarme un poco más o, simplemente, «pedir perdón por tanta impericia y desvarío».

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Martin Heidegger decía que la esencia del habla encuentra su morada en la palabra, y ahí, habita el Ser del hombre.

El mundo es un entramado discursivo. Todo, cualquier cosa, es una manifestación humana, todo habla del hombre: una pintura, un museo, un libro, pero también un envase vacío habla de la presencia humana, un corcho tirado en el pavimento o una bolsa de frituras arrojada en la carretera también hablan del hombre porque son manufacturados por él, y son arrojados por él. En esto consiste la Cultura, en el culto al hombre en todos sus aspectos, el estipendio oneroso de la naturaleza mediante la transformación de ella para consumo humano. Hoy, hasta la obra de arte es de uso comercial, entran en nuestra casa como entran los enseres adquiridos en los centros comerciales. Una lata de atún es igual de consumible como unos girasoles que adornan —al estilo Van Gogh— cualquiera de nuestros muros.

¿Y por qué te digo, primero, que la esencia del lenguaje está en la palabra y, después, que la obra de arte es ahora objeto de consumo? ¿A qué viene esto?

Heidegger, citando al poeta Stephan George, enuncia: «Ninguna cosa sea donde falte la palabra». Sin palabra no hay ser humano, sin ser humano no hay palabra. Ambos, palabra y ser, son coexistenciales y codeterminantes entre sí. Por eso el discurso está en todo: en nuestra ropa, en nuestras costumbres, en los sonidos de la calle, en la calle misma, todo tiene que ver de una u otra forma con la palabra.

Pero es que, como apunta Heidegger, ya los griegos utilizaban la palabra para evocar a los dioses, o los Padres de la Iglesia cultivaban la Biblia —jardín pletórico de palabras con halo de nostalgia cristiana— para comunicarse con su Dios (qué es la fe sino una palabra silente y delicadamente sumisa), o los poetas de inicios del siglo XX que veían en la palabra el último reducto metafísico después de la ausencia y/o muerte de los valores y Dios (como por ejemplo, el propio Stefan George). Sin embargo, también con la palabra imprecamos, maldecimos, impugnamos. Unas cuantas palabras pueden ser el dardo que cause la muerte de un hombre, unas cuantas palabras pueden mostrarnos cuán frágil es el hombre o cuan cruel puede serlo. Un silencio, una palabra negada, puede ser también fatal para una persona. Con la palabra medimos la altura de lo que está en nuestros cielos y sondeamos las profundidas y pavorosas congojas que fundamentan nuestros océanos.

¿Y qué papel juega en todo esto la poesía? Según Heidegger somos por esencia habla. Como se mencionó, el habla está en todo, pero donde más se manifiesta en su completa presencia es en la palabra poética porque ahi no dice nada, tan sólo sugiere. Frente a otras formas de hablar que son, digamos, funcionales (porque sirven para algo en específico: “lleva la bicicleta”, “me gustó tu apreciación”, etc…), la forma de hablar poética, la palabra poética, conserva en su expresión la perturbable quietud de que no dice nada en concreto, acaso esbozos, acaso sugerencias, insinuaciones, intuiciones. Por eso en la palabra poética no hay verdades dictaminantes, ni instrucciones para vivir mejor la vida, ni descripciones literales de una realidad jamás vista. La palabra poética no dice nada, o “casi” no dice nada, y en ese gran privilegio de “casi” no decir nada lo dice todo. La palabra poética es uno de los pocos reductos que aún pueden, dirá Heidegger, causarnos azoramiento, perplejidad o desconsuelo debido a esa extraña razón. Quizá esto se deba a que ella es multívoca, es decir, cada una de las palabras de un poema evoca muchas cosas, dice tantas cosas como el más profundo de los silencios que también en el poema se hallan.

¿Entonces, todos debemos ser poetas, debemos leer sólo poesía, haciendo poesía de todo y poemas con todo? No, de ninguna manera. Basta con meditar acerca de este hablar cotidiano que depositamos en todo, porque, concluyendo con Heidegger, «el lenguaje cotidiano es un poema olvidado».
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Algo relacionado sobre Heidegger, George y la palabra: X
(N.B. Algunos caracteres del vínculo indizado están en griego en el original y no son reproducibles en un formato stándard, pero son prescindibles para el entendimiento del texto.)

domingo, diciembre 18, 2005

Algo sobre lo "natural" y lo "normal" humano.

[…] alrededor de las siete, las ocultas fuerzas del tedio me han perdonado la vida y me han permitido empezar a moverme, y entonces me he dicho que mi extrema soledad de los últimos días me estaba perjudicando y que lo menor que podía hacer era tratar de hablar con alguien —con mis vecinos, por ejemplo— y darme un baño de normalidad.

Perfectamente rasurado, con ropa limpia y muy perfumado, a las siete y cinco me he presentado en la casa adosada de la familia Felanitx. Lo he hecho vestido de domingo —para que me vieran como uno de ellos— y con un disco de corridos y rancheras de un grupo de rock fronterizo del Besós, un barrio de la periferia de Barcelona. He regalado esos dramas mariachis y tiernas «machadas» a Clarita, en homenaje secreto a sus ojos verdes de mirada serena.

A causa de esto y también porque se han azorado al verme por primera vez en el interior de su casa y hundiendo, además, mi mirada en las fotos de sus numerosos antepasados, sus padres se han sentido poco menos que obligados a invitarme a salir a su terraza y merendar con ellos. […]

***
Se ha quedado en la terraza la niña de cinco años, la encantadora Berta, escuchando con cara de no entender una sola palabra de lo que he comenzado yo a contarle a su padre acerca del antiguo puerto de Vera Cruz y de lo mucho que me gustaría volver a sus playas lejanas, cosa que sin embargo no pienso nunca hacer ya que, pensándolo bien, la nostalgia de un lugar enriquece siempre que se conserve como nostalgia, pero su recuperación significa la muerte.

—O sea que es usted nostálgico —me ha dicho el dentista, y ha encendido un cigarrillo y ha aspirado largamente una bocanada hundiendo las mejillas de su inquietante huesudo rostro.

Enigmático me ha parecido cierto fenómeno que se estaba apoderando de mi voluntad y que en ese momento he detectado. Me refiero al hecho de que yo hasta ese momento en la terraza no había contado nada que no estuviera escrito ya en este cuaderno de los tres tucanes.

Eso me ha llevado a preguntarme si no estaría corriendo el peligro de excluir y de borrar, tarde o temprano, de mi vida todo lo que no incluya en estas páginas.

Me habría gustado poder comunicarle esta inquietud mía al dentista y poder decirle también que todo eso me traía la memoria de un fenómeno similar que se producía cuando regresaba de uno de mis viajes y la versión que daba del mismo a la primera persona que me preguntaba excluía para siempre todas las otras versiones posibles y se convertía automáticamente en la definitiva, ya que después era incapaz de modificarla ni en el más mínimo detalle.

También me habría gustado poder decirle que este fenómeno me traía la memoria de otro también similar, que tenía como escenario mi propia ciudad natal, donde mis pequeñas simpatías innatas me arrastraban hacia determinados portales que parecían envolverme con su abrazo mientras que otros los percibía siempre como hostiles y los expulsaba de mi vida a diario.

Me habría gustado mucho poder comentarle todo esto al señor dentista y que él me entendiera e incluso aportara nuevas ideas, pero yo tenía la impresión de que con mi vecino sólo podía ser normal y decirle cosas sencillas que no escaparan a su impecable sentido común de hombre de pueblo acostumbrado al espionaje de las dentaduras ajenas.

Yo tenía esa impresión y por eso no ha sido extraño que de nuevo haya vuelto a oír esa especie de consigna interior que me recomendaba ser normal, ser como los demás —como mis vecinos sobre todo—, por mucho que sintiera deseos de elevar el nivel de la conversación con el dentista y, de paso, deshacer entuertos, ciertos malentendidos que notaba yo que se estaban creando. Porque percibía yo, por ejemplo, que él me estaba viendo como un consumado nostálgico de Veracruz cuando en realidad sería más interesante que no desconociera que mi melancolía era del todo impostada.

Pero, claro está, cualquiera se atrevía a decirle que yo me había inventado ese sentimiento de nostalgia hacia aquellas playas lejanas por la sencilla y práctica razón de que si carecía de nostalgia alguna —junto a la memoria, según había podido averiguar, una de las dos materias primas fundamentales para cualquier narrador que se precie—, nunca podría considerarme, aunque tan sólo fuera en secreto, un escritor de pleno derecho, un escritor de verdad.

Pero no. Yo nada de esto le podía decir. Tenía que ser lo más normal posible con el señor dentista y no decirle nada raro que le pudiera espantar, ser en definitiva como los demás y no tratar de explicarle, por ejemplo, que con respecto a México yo me identificaba más con el tema de Rulfo en Pedro Páramo —el tema del regreso, por eso el héroe es un muerto, ¿y qué soy yo sino un derrotado de la vida?— que con la expulsión del Paraíso, que es de lo que trata Bajo el volcán, de Malcom Lowry.

No y no. Nada de todo eso podía yo decirle si no quería que pensara que estaba loco, si no quería verme pronto expulsado del pequeño paraíso de aquella terraza contigua a la mía.

De modo que me he limitado a responderle:
—Sí, señor. Ya ve. Soy muy nostálgico.
Pero entonces me ha sonreído de una forma extraña.
Como si en el fondo se sintiera decepcionado de mi respuesta tan parca. He comprendido que ser tan excesivamente normal también me hacía correr el riesgo de ser pronto invitado a abandonar ese santuario familiar. Y he buscado decirle algo que le chocara un poco y se me ha ido la mano, o la lengua en este caso, y no he tenido una idea mejor que preguntarle, a boca de jarro además, si había leído Bajo el volcán.
Se me ha quedado mirando con una cara amenazante. —Yo no leo —me ha dicho finalmente.

«Dios mío», he pensado. Entonces, para congraciarme con él, le he explicado que yo leo desde hace dos años y le he contado que el resto de mi vida estuve huyendo siempre de los libros, pero que últimamente, tal vez porque necesitaba un periodo de cierto recogimiento dentro de mi maltratada existencia, me he refugiado en los libros.

—Yo no leo, pero eso no significa que algún día no pueda decidirme a leer, de modo que no es necesario que se disculpe —me ha aclarado entonces él, bien sonriente.

Para cerrar ya de una vez por todas este peligroso inci­dente he terminado prometiéndole que si algún día voy a Palma le compraré el libro de Lowry, del que tengo la intuición de que podría ayudarle a pasar divinamente el verano y también a comprender —me ha mirado sin el menor entusiasmo y hasta con evidente incomodidad— el tipo concreto de nostalgia que yo sentía por el incomparable puerto de Veracruz.

***
Son las cinco y cinco de la madrugada en mi reloj de pulsera, y me encuentro, tal vez por haber bebido demasiado hace un rato, en pleno y duro insomnio, los ojos redondos como platos, o como faros ardiendo en la noche. De nada me ha servido contar botellas como si fueran ovejas, pues me ha dado esta noche por pensar, tal vez por influjo del maldito ve­cino, que quizás es verdad que aún soy joven y pertenezco al mundo, y eso, para qué negrlo, me ha sentado francamente muy mal. Porque sólo me siento bien, incluso perfecto, cuando me encuentro viejo. Es mi estado ideal el recogi­miento, estar apartado del mundo. Sólo estoy bien si me siento viejo.

Desde hace tres días, desde que escribo en este cuaderno de los tres tucanes, me encanta pensar que sólo el gran fracaso que ha constituido mi existencia me da al fin la paz y la felicidad que busqué como un ciego en el amor y otras zarandajas. A mis veintisiete años, la vida ha terminado. Eso lo tengo muy claro. Estoy acabado, a Dios gracias. Y es que sólo cuando pienso que mi fracaso ha alcanzado las proporciones de toda una vida de desengaños, me encuentro a gusto.
Pero hay noches, como la de hoy, en las que al irme a dormir se me ocurre pensar que tal vez es verdad que aún soy joven, y entonces me quedo triste, y me angustio y, por mucho que cuente botellas y botellas, no me duermo y me llega la terrorífica sospecha de que, para mí, hasta la noche es joven. Hoy sólo he conseguido conciliar el sueño unos cinco minutos en toda la noche, el tiempo suficiente para tener esa pesadilla breve pero intensa en la que, tal vez por dormirme en la angustia de que podría ser que todavía fuera joven y el vecino tuviera toda la razón en eso […]

Tras el violento despertar, todos mis intentos de recuperar el sueño han resultado ya inútiles. Y aquí estoy ahora yo, en pleno y duro insomnio, con los ojos bien redondos como platos. Hace un rato he salido a la terraza a contemplar las estrellas y a tomar el aire fresco de la noche y he terminado es­piando el misterioso y profundo silencio de la casa de mis vecinos. Digo misterioso porque todo parecía en perfecta calma cuando de pronto, al observar distraídamente cómo movía el viento los ficus y la palmera que protegen la entrada a la terraza de los vecinos, me ha parecido descubrir una orgía secreta, un animado y salvaje diálogo entre los agitados ficus y la esbelta palmera, algo así como una fiesta privada que si hasta entonces había pasado, para mí y para todo el mundo, inadvertida, seguramente era porque se celebraba en la intimidad máxima de la noche, en la hora más callada, cuando hasta el antiguo puerto de la Vera Cruz duerme.

Al hundir aún más la mirada en esa fiesta secreta del viento ha sido cuando de pronto, no voy a negar que entre la sorpresa y el más profundo pánico, le he visto. Sí. Me ha parecido ver al dentista, quieto y agazapado entre los ficus y la palmera, inmóvil su cuerpo y como al acecho de una misteriosa presa, como escondido por otra parte, pues sus pantalones y camisa verdes lograban camuflarlo a la perfección y su figura se confundía, sin el menor fallo, con la naturaleza.

Qué estaría, que estará haciendo ese hombre ahí. Porque no dudo de que sigue ahí, aunque no quiero mirar y consta­tarlo, pues me da miedo todavía y, además, no me apetece volver a reencontrar esa sensación de apuro que a uno le llega cuando descubre la extraña e inconfesable actividad secreta de un vecino al que creía conocer.

Qué clase de presa estará acechando ese hombre en la oscuridad. ¿Por qué, a estas horas, no está durmiendo con su mujer? Tal vez lo único que sucede es que está más borracho que cuando me despedí de él. O quizás se hace el muerto, o juega a estarlo. O pretende dar un salto repentino hacia adelante y dar un susto de muerte a alguien que, desprevenido, camine tranquilamente por el Paseo del Mar y no se aperciba —cómo puede alguien imaginar una cosa así— de que entre esas plantas hay un hombre al acecho, camuflado entre ellas. Pero no creo que sea eso lo que está sucediendo, porque a es­tas horas es imposible que pase una sola alma por el Paseo del Mar.

Qué estará haciendo ahí ese hombre. Qué estará haciendo disfrazado de planta. Tal vez todo esto en realidad no tenga nada de raro o de especial y la culpa sea simplemente de los domingos, que son horribles. Son muchas las personas que, a causa de esto, los acaban trastornadas, terminan muy mal sus domingos. Son horribles, sí, los domingos... Pero, Dios mío, qué estará haciendo ahí ese hombre, mi vecino. En cualquier caso, verle ahí completamente inmóvil entre las plantas no sé por qué me ha traído el recuerdo de una imagen entrevista con asombro, el mes pasado, en las afueras de Veracruz, la tarde aquella que daría paso a una noche en la que nacería —fingida— mi nostalgia de ese puerto y de ese mar.

Aquella tarde vi a un campesino indio inmóvil fundiéndose con el paisaje. Y no sólo con el paisaje sino también con la barda en que se apoyaba en aquel crepúsculo presidido por el silencio grave y profundo de la hora. Ese campesino se camuflaba entre la naturaleza y disimulaba tanto su condición humana que hasta parecía abocado a abolirla y volverse, en cualquier momento, piedra, páramo, pirú, espacio y silencio.

Por si acaso el dentista estaba jugando, como hago yo tan a menudo, a hacerse el muerto en vida, y por intercambiar entonces con él los papeles en la noche, le he imitado en su tendencia beoda y he vaciado a su salud, y sobre todo a la mía, una botella entera de vino de Biniali, lo que me ha librado, por momentos, de la angustia excesiva de este insomnio y me ha dejado un buen rato distraído pensando que en definitiva la vida no es más que nostalgia de la muerte. No venimos de la vida sino de la muerte. Eso he dicho y he logrado para mí un cierto alivio, y hasta una tímida risa en mitad de la noche cuando me ha dado por pensar en las viejas risas de México para todos los ataúdes. Y hasta me he atrevido a mirar al dentista y he visto que es la parte más profunda de mí, ahí quieto y bien camuflado entre las sombras de la noche, mi parte oscura. Por eso es mi vecino.

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Lejos de Veracruz (fragmento) Vila—Matas.

jueves, diciembre 08, 2005

Vila-Matas


Estoy ahogándome en libros. Tareas, lecturas y poco tiempo para escribir lo que deseo. El caso es que también disfruto lo que hago pero preciso de un lapso de distancia para pensar tranquilamente.

Hoy me encontré el libro Lejos de Veracruz de Enrique Vila-Matas. Lo hojeé y me resultó interesante que el personaje encontrara en la escritura el último refugio para su vida. “Metanovela”, recuerdo que aparecía en algún lugar de la contraportada. Vila-Matas hace una reflexión sobre la metanovela.

A Vila-Matas lo conozco por Bartleby y compañía [Anagrama, 2002]. El tema de este libro ya el autor lo menciona desde la primera página: hacer un recuento de aquellos escritores que han dejado de escribir, independientemente de la razón y/o que tuvieran para ello. Y, según él, ésta crisis de la literatura en general es el único medio a partir del cual puede surgir la literatura por venir, que en esta escritura fracturada es e punto de arranque de su porvenir.

Los casos, para mi sorpresa, son cuantiosos. Tenemos a Rulfo, a Salinger, Rimbaud, entre otros, que una vez que hubieron publicado sus libros dejaron de escribir, así, sin más. O por ejemplo el pintor Duchamp que dejó de pintar cuadros y a hacer de su vida una obra de arte... O Kafka que sólo publicó algunos libros de cuentos, mientras que su demás obra está editada póstumamente... Todas estas personas que dejaron de escribir son unos Bartleby, según la definición de Vila-Matas, son escritores tocados por el Mal del Post Scriptum, confabuladores de la literatura del No, del laberinto del No. Pero estos Bartlebys no son aquellos que por pereza dejan de escribir, sino los que, diciéndolo metafóricamente, han sido abandonados por sus musas (sean las musas quienes fueren, con tanga o sin ella), escritores que ya jamás lograron conseguir un incentivo para seguir escribiendo.

Y me llamó la atención porque, siguiendo este modelo de Bartleby, hay personas que han dejado de leer y no se sienten culpables por ello, o existen músicos que han dejado de asentar en partituras el sinuoso movimiento de su quehacer artístico (Johnny Carter, personaje de El Perseguidor en Cortázar, sería ejemplo claro de un Bartleby), poetas que han dejado de hacer poemas, etcétera, y no se sienten culpables y/o ansiosos por ello… Antes bien, mejor se sienten libres de tal necesidad/necedad. Sócrates mismo, en términos de Vila-Matas, sería un perfecto ágrafo bartlebyano, de ahí que es posible imaginarnos a Platón desesperado por intentar conservar los diálogos que su maestro tenía con cualquier persona en la calle.

La lectura de Bartleby y Compañia me ha dejado una inquietud muy interesante en torno a la no-escritura, a la no-lectura y, por extensión, a la no-comunicación. El pasaje donde Vila-Matas se refiere a Salinger es memorable. Salinger, éste es uno de los autores que más le intrigan a Vila-Matas. Salinger, el autor de The Catcher in the Rye, el libro que Mark David Chapman portaba al momento de hacer caso a su impulso de disparar a Jonh Lennon.

El motivo de este texto es, finalmente caigo en la cuenta, escribir que no puedo dejar de escribir, que no soy un ágrafo, ni un Bartleby… Que a diferencia de ellos, a mí sí me cuesta trabajo imaginarme silente, sin la escritura, sin la lectura. Que se necesita mucho entrenamiento para colmarse hasta el hastío de aquello que se hace con placer... Sin embargo, ya que lo mencioné hace un momento, no deja de cautivarme el silencio de Juan Rulfo, es como si después de escribir, su mano, su pluma y cada una de las hojas que tuviera frente a sí se fueran erosionando lentamente, así como Pedro Páramo, ese personaje inasible que va diluyendose en la silenciosa llanura de la no-escritura.

En fin, no sigo por el momento.
Algo sobre Vila-Matas: X

domingo, diciembre 04, 2005

.







Frédéric
Brenner.
©


Polaf:

Nos vamos quedando solos. Tú, yo, el resto del mundo. La vida se está volviendo un privilegio nuestro, de nosotros, los unos cuantos.

sábado, diciembre 03, 2005

Tributo

a M




Veo tus ojos. Si fuera dibujante dibujaría tus ojos. Los dibujaría a lápiz. Cada mirada distinta, un dibujo;
cada dibujo, una hoja;
cada hoja, miles de intentos frustrados de no poder captar ese rasgo preciso que nace en tu mirada.
Miles de intentos frustrados de tanta línea que se borra, que se traza, que se inhibe, que se borra.

A veces pienso que si me quedo viendo tus ojos me pierdo. Me figuro que ardería en deseos de asomarme por ellos, como se asoma uno por la ventana,
para ver qué es lo que llevan dentro,
y de improviso me entra pavor de que parpadees

y me cortes la cabeza

de tajo,

pavor de ver cómo mi cabeza se ve a sí misma

cay
endo


hacia dentro de tus


ojos,




hacia aquel






abismo


cálido que debe de haber en tu mirada. Pavor de verme a mí mismo sin cabeza, chocando con las paredes, tropezando tantas veces antes de llegar a cualquier parte que no sean tus ojos.


Por eso no me quedo en tus ojos,
no los veo,
no los dibujo.
Pienso en ellos y me paso el tiempo escribiendo de ellos, describiéndome en ellos, inscribiéndome todo el cuerpo con ellos.

Tus ojos.

Pero renuncio.
Sucumbo al encanto.
Es tan
fácil
per der la ca
be
za viendo

tus


o


j

o



s.



jueves, diciembre 01, 2005

De inspiración y musas


Hoy me senté a la fuerza a escribir lo que la vida me dictara para ella y nada me salío. La senté a lado mío y menos. Me puse a platicar con ella, preguntarle sobre sus problemas e intereses, pero igual nada.Había algo que estaba impidiendo el libre correr de la pluma sobre la hoja. Cambie de musa dos o tres veces y todo continuo igual. En fin, terminé por no escribir nada.

___________________
Proviene de Tetera Sádica