jueves, febrero 07, 2008



Nunca es mal momento para presenciar una insólita historia.


Tiro, Líbano.- Marcela tenía unos días de haber llegado a Al-Bas, un llano bastante terroso en el que fueron amontonados decenas de miles de palestinos expulsados de sus tierras por el Ejército israelí. No había cumplido aún los 20 años. Caminaba por entre callejuelas del campo de refugiados tratando de reconocerse en su nuevo hogar. Al-Bas era un espacio anacrónico, parecía haber sido construido de contrabando.

De hecho así era: y es.

Aquí como en todos lados, cada día se le da vuelta a las hojas de los calendarios, esperando que el tiempo avance. Sin embargo, la diferencia es que aunque se le dé la vuelta al calendario, las cosas nunca cambian. Siempre están mal. Por entonces, hace 30 años, en el refugio palestino de la ciudad de Tiro —al sur de Líbano, en la frontera con Israel— la guerra se sentía de la misma forma callada pero evidente que se siente en este momento, a principios de 2008, cuando Marcela platica en la sala de su casa.

“Ese día yo tenía poco tiempo de haber llegado. Estaba yo caminando por aquí cerca, sola. Llegué a un sitio que se conoce como las ruinas. Ahí me paré y me quedé pensando: ’¿sigo o me regreso a casa?’. Me quedé parada ahí por un minuto y luego caminé de ahí hacia la casa. Luego, en el mismo lugar, como si alguien me hubiera estado observando, cayó una bomba a unos cuantos metros. Es entonces cuando empecé a sentir esto, este miedo y coraje”.

¿Por qué venía hasta este rincón, para México tan extremo (en todos los sentidos del término), una chica criada en buenas colonias de Ciudad Satélite, Estado de México, e hija de un importante almirante de la Marina en México, que estuvo a punto de ser secretario de Estado?

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El ingreso a los campos está fuertemente vigilado por las tropas del Ejército en Líbano. La política de las autoridades de este país, es cada vez más hostil hacia los desplazados palestinos. En 2006, el campo Nahr El Bared fue atacado por las tropas libanesas a bombazos. Decenas de personas murieron y la ONU aún investiga a los responsables de esta masacre.

Por eso en estos días de Año Nuevo no se aceptan visitantes en los retenes. Hay que ir al Ministerio del Interior, sentarte a platicar un rato con oficiales de inteligencia y luego esperar que te den una clave que a su vez habrás de mostrar a los soldados de guardia en la entrada al campo. Eso hice para entrar a otro asentamiento en Sidón.

Pero no en Al-Bas. Por un callejón, entre botes de basura y autos viejos, Marcela me condujo hasta su casa, en el campo de refugiados.

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Marcela se enamoró de Ahmed, un joven palestino al que había conocido en Houston, Texas, mientras los dos estudiaban idiomas. Seis meses después de iniciar una relación, él le prometió matrimonio y le pidió que se vinieran a Medio Oriente.

De Houston a París, de París a Aman, en Jordania y de ahí, en auto, ilegalmente a Líbano, a Al-Bas, uno de los campos que hay para los refugiados de las guerras árabes.

—Cuándo te enamoraste, ¿ya sabías del conflicto palestino?

—Yo no sabía nada del conflicto palestino.

—¿Y qué pensaste después?

—¿Qué pensé?… No pensé mucho, empecé a vivir yo también el conflicto palestino poco a poco.

—Ya has abrazado esta causa…

—Es que sin querer lo haces, porque lo estás viviendo tú, lo estás viviendo con tus hijos que empiezan a perder sus derechos como palestinos. Aunque son mexicanos, dos de ellos nacieron aquí y por haber nacido aquí no tienes derecho a registrar a sus hijos como mexicanos, si es que sus hijos no nacen aquí. No soy palestina, pero me siento palestina por mis hijos y mi marido.

—¿Cómo es la vida de un palestino?

—Es vivir sin derechos. O sea, a veces llega hasta el, como te diré… por ejemplo, como mujer palestina, si se me antoja comprar una mesa, estoy pensando: “Si compro la mesa y mañana resuelve el problema palestino, o mañana nos expulsan del campo, ¿para qué la compro?, ¿para qué compro una casa? O sea, no piensas mucho en cosas, en lo material, no sé. Aquí no hay futuro, se vive al día.

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Marcela cumplió años el 14 de julio de 2006, cuando estalló la más reciente de las guerras en Medio Oriente.

“Ese día estaba yo hablando por internet con mi sobrina en Monterrey y de repente oigo un bombazo y le digo: ’Me parece que hay un bombazo por aquí’, y ella me dice: ’Nooo’, pues sí, le insisto. La verdad es que yo pensé que no era un bombazo, pero luego empezamos a checar y nos dimos cuenta de que sí eran bombazos. Le pregunté a mi marido si iba a ser como las otras veces, una total invasión o algo así, y él me dijo: ’No, me parece que no, pasó porque secuestraron a dos soldados israelíes, no durará mucho’. Pero sí duró mucho”.

—¿Cómo fue ese día?

—Al oír estos bombazos, uno no sabe donde cae, si están cerca, si están lejos. A lo mejor te va a tocar a ti, entonces no duermes, y cuando duermes, duermes porque ya estás cansado. Toda la gente tenía miedo, pero teníamos la esperanza de que por primera vez ganara el Líbano. Me parece que se merecía el Líbano ganar.

—¿Qué sensación quedó al final de esta guerra reciente?

—Me alegró que hubiera terminado y me alegró que hubiera terminado bien para nosotros en cierto modo porque las guerras siempre son malas. He tenido de vivir guerras y terminar perdiendo y lo que se sientes es peor. Se siente peor. Esta vez la diferencia que quedó fue que ganamos, ganamos digo yo.

—¿Cómo fueron las otras?

—La invasión, esa sí fue horrible, horrible, porque era todo Líbano, era una destrucción terrible, era un olor a muerte donde quiera, eran francotiradores, era edificios por los suelos, no podías salir a la calle por las ambulancias… no sé, fue muy horrible, mucho peor…

—¿Y en la guerra de 1983?

—Después de estar una semana en un refugio, oyendo cómo caían y caían bombazos, salí con mi marido a buscar comida al centro de la ciudad de Sidón, porque no había comida y teníamos al niño pequeñito, y entonces al llegar al centro nos empezaron a disparar. Entonces se paró un libanés en un coche, abrió la puerta y dijo: ’Métanse’ y empezó a manejar rápidamente. Entonces Ahmed le dijo algo y él le preguntó: ’¿Eres palestino?’; ’Sí, sí soy palestino’, respondió Ahmed. Entonces el libanés abrió la puerta del auto y dijo: ’Sálganse’. Aquí todos pueden ser tus amigos, apoyarte, estar contigo, pero sólo hasta los momentos cero. De eso me he dado cuenta.

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“Lo que me gustó de Ahmed es que era un chico muy seguro de sí mismo, que no tenía nada por ser palestino. Ni derechos ni nada, y a pesar de eso siempre sonriendo y siempre muy seguro de sí mismo”, dice Marcela. El hombre del que ella se enamoró, es un palestino musulmán, al que no le gustan los fundamentalismos de ningún tipo, ni tampoco los políticos en general. Ahmed tiene un trabajo en la misión de la ONU para el campo de refugiados. No hace aspavientos como muchos otros palestinos, en estos días en que el presidente de los Estados Unidos, George W. Bush, recorre Medio Oriente. “Los pájaros, unos segundos antes de morir, dan los aletazos más fuertes”, parafrasea.

Ahmed no sólo va contra los políticos imperialistas. Me cuenta que entre los musulmanes se acostumbra que cuando una persona muere, es velada durante tres días por sus familiares más cercanos. Tres días en los que se bebe y bebe café. No cualquier café. Se bebe un café especial, un café turco que ayuda a mantener la vigilia.

Antes este café era preparado exclusivamente por alguien de cada familia. Ahora, muchos musulmanes con dinero, contratan a personas para que se encarguen de dar este servicio. Por unos 200 dólares, el café siempre está listo durante la jornada de los velatorios.

“No es difícil imaginar que quizás algunas noches, estas personas que se dedican a servir café en los funerales, cuando rezan, le pidan a Alá que tengan más trabajo. Que haya más muertes”, expone Ahmed para luego concluir con la especie de parábola. “Así como pasa con esas personas, pasa con los líderes políticos palestinos. Inconscientemente o conscientemente necesitan de muertos para seguir teniendo trabajo”.

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—¿Ya te adaptaste a vivir así después de 30 años?

—Adaptarme, adaptarme no creo. Pero en mi familia, con mi marido, con mis hijos, sí. Me imagino que yo hubiera sido feliz donde quiera que hubiera estado con mis hijos y con mi marido. No es cuestión de donde estás, sino con quien estás.

—¿Pensaste en regresar a México?

—Nunca lo pensé porque aquí está mi familia, está mi marido, están mis hijos y yo sabía lo difícil que era para mi marido obtener una visa para ir a México. Y dejarlo a él o dejarlo atrás, pues no sé. Dejas a tu marido o a tus hijos, cuando están en paz, donde sabes que están bien. Pero si están en guerra y si están tus cuñados, tus amigos o tu marido, y sabes que los has dejado y que están en guerra, es que no descansas, es que no vives.

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Cisjordania hace frontera con Jordania y tiene una extensión de 700 kilómetros y viven un millón de palestinos. Gaza tiene alrededor de 7 kilómetros cuadrados, es gobernada por la guerrilla islámica de Hamas y viven también un millón de palestinos. Son los asentamientos palestinos que quedan en Israel.

Hace dos años Hamas ganó las elecciones que tanto exigían los Estados Unidos que se hicieran. Una vez que Hamas ganó, el gobierno de George W. Bush —mediador en el conflicto— no lo reconoce como gobierno porque le piden a su vez que reconozca a Israel como un Estado. También le piden que deje las armas.

“¿Qué democracia es ésta?”, se pregunta Ahmed, el esposo de Marcela.

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Por los altavoces de las mezquitas que hay en el campo de refugiados, comienzan a escucharse los rezos de la tarde. “Ya empezó el lavado de cerebro”, dice Marcela, sonriendo, para luego caminar hacia un cuarto de la casa donde se encuentra el caballete y los óleos que usa para pintar de vez en cuando retratos de Picasso o de personajes árabes como Yasser Arafat, el guerrillero palestino de Al Fatah.

En la sala de su casa hay cristos. Una figura extraña en Medio Oriente, extraña en Líbano y aún más extraña en un campo de refugiados palestinos. A pesar de la fuerte carga cultural, Marcela sigue siendo católica, apostólica y romana.

—¿Qué opinión tienes del uso del velo?

—Yo no lo he tenido que usar nunca para nada. Nadie me dijo que me tenía que poner un velo, ni que me cambiara de religión nada. La mayoría de los palestinos me parece que son menos radicales en ese punto. Si tu quieres convertirte en musulmán tiene que ser de tu corazón, y si no es, no vale la pena.

—¿Cómo enfrentaste la diferencia de religiones?

—Para nada, nunca ha sido un problema la religión. Todavía sigo siendo católica, romana. Mis hijos son musulmanes por nacimiento.

Lo único que nosotros les decimos es que hay un Dios. Lo otro, aunque importa, nosotros no decidimos meternos. Hay un Dios y eso es lo importante. Yo entiendo el uso del velo, sobre todo en esos países como Afganistán, como un tipo de protección para la mujer. Porque el hombre todavía no está preparado.

—¿Cómo?

—O sea no hay la televisión, no han visto otras opciones, entonces taparse es una protección contra los hombres, aunque mucha gente piensa que están obligadas, pero hay que dejar que la gente entienda, aunque en lugares donde la religión es tan poderosa no va a suceder tan fácilmente.

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Chadi, Saya Daniela y Alia Montserrat son los nombres de los tres hijos que tiene Marcela. Cuando Chadi tenía seis años, un día después de andar en callejuelas del campo, el chico regresó a casa con una fotografía instantánea que le habían tomado cargando una metralleta. Muchos de los niños refugiados son reclutados por alguna de las expresiones guerrilleras que hay dentro de estos lugares. De hecho en otra ciudad de Líbano conocí por estas fechas al papá de un guerrillero de Hizbolá muerto en combate. Se llamaba Chadi, como el hijo de Marcela, que rechazó las invitaciones y ahora es administrador del Museo Nacional de Qatar, un pequeño y próspero país asiático considerado la Suiza de Medio Oriente, y de donde es originario el propietario de la televisora Al-Jazeera.

“Eso pasó hace 20 años y aún no sé quién le hizo esa foto y le puso la metralleta”.

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—¿Qué es lo que más le gusta del campo de refugiados?

—Me gusta ver a los niños emocionados con su ropa nueva, yendo a jugar y cosas así, que no lo hacen siempre.

—¿Qué planes tiene?

—Mi plan depende de lo que pase, de la solución que se le dé a los palestinos. Del camino que siga mi marido y con él me voy. Adonde sea.

Diego Enrique Osorno/ enviado


Proviene de aquí:

http://www.milenio.com/index.php/2008/02/03/187260/

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