Arturo Pérez Reverte.
Patente de Corso
Milenio Diario, Domingo, 19 Octubre, 2008.
Es ella quien me reconoce cuando paso cerca de la esquina donde, en apariencia, se gana la vida. Pronuncia mi nombre, me vuelvo de soslayo para decir buenas tardes y seguir mi camino, y la identifico en el acto. “Alejandra”, digo, parándome sorprendido. Parece feliz de que recuerde su nombre y me estampa dos besos en la cara. Eso me pone perdido de maquillaje, pero no me importa. Celebro sinceramente verla después de tanto tiempo. Era una buena persona, recuerdo. Con un punto decidido y tierno. Una chica alta y guapa, muy desenvuelta. Sólo cuando la mirabas detenidamente —las manos, la nuez del cuello— advertías que no era chica del todo. O que aún no lo era, aunque estaba en camino de ello.
Le digo que está guapísima y me llama embustero. Es cierto que el tiempo no la favoreció. La edad marca ahora sus rasgos masculinos, las manos grandes. En cierta ocasión conversamos durante toda una noche ante la cámara que nos seguía por Madrid, hablando de la vida, del amor, de la soledad. El reportaje se llamaba Canción triste de la calle Luna. Alejandra era entonces un travelo morenazo, de bandera. Esa noche nos hicimos amigos. Luego, a veces, iba al programa La ley de la calle, que hacíamos en Radio Nacional, a acompañarnos a Manolo el policía, a Ruth la lumi, a Juan el rey del tandem, y a Ángel Ejarque, ex boxeador y trilero profesional: mi colega, que lo sigue siendo. Mi plas. Y de ese modo, entre garimbas, humo de cigarrillos y largas madrugadas, supe cosas de Alejandra que ahora me vienen a la memoria. Cosas que me contó —yo utilizaba bien el verbo escuchar como herramienta profesional— como se las habría contado a un amigo íntimo, o a un cura.
Me dice que no puedo irme así, que me invita a tomar algo. De modo que entramos en un bar de ésos que antes me gustaban y que todavía me siguen gustando: tabernero legañoso, fotos de Di Stéfano, Puskas y Gento en la pared, y borracho habitual acodado en la barra. Allí, ante un vino y una cerveza, ponemos al día todos estos años. O más bien los pone ella, pues compruebo que no sabe nada de mí. Alejandra ni pisa una librería, ni lee un periódico, ni ve otra cosa en la tele que algún trozo de telediario y los programas del corazón. De pronto se me queda mirando.
—Me operé al fin —dice—. ¿Te acuerdas?
Respondo que sí. Que me acuerdo. Era el sueño de su vida. Cuanto ganaba pateando aceras lo guardaba para eso. Y luego, decía, un hombre bueno que me quiera. Ahora me cuenta que la operación no salió del todo bien, que tuvo problemas. Le digo que lo lamento mucho, pero que espero consiguiera al menos lo que tanto deseaba: aquello de lo que hablaba noche tras noche. Se queda un rato seria, pensativa, y al cabo sonríe y saca del bolso un carnet de identidad. Claro que lo conseguí, dice. Aquí me tienes: Alejandra tal y tal. Mujer de arriba abajo.
—Pagaste el precio —apunto con afecto.
Se me queda mirando sin decir nada. Después sonríe de nuevo, triste. La suya es una sonrisa lejana y cansada. No la que yo recuerdo.
—Vaya si lo pagué —responde al fin–. Y todavía lo pago.
Luego bebe un sorbo de vino, se echa el pelo atrás y pregunta por los otros: mi gente de entonces. Le cuento algo, por encima. A Ruth se la tragó la noche, Juan murió, Manolo es una estrella de la tele, Ángel trabaja en una empresa de seguridad, honrado a carta cabal... La vida, Alejandra. Los días y los años pasan para todos.
—En la tele se olvidaron de ti, ¿verdad?... Ya no te veo nunca en guerras ni sitios así.
Lo ha dicho con sincera conmiseración. Apenada por mi suerte. Para no defraudarla me encojo de hombros, con la modestia adecuada.
—Ahora escribo libros.
Igual habría podido decirle que fabrico jaulas de alambre para grillos. Me observa, compasiva.
—Ah… ¿Y qué tal te va con eso?
—Pues no mal del todo... Me gano la vida.
—Oye, que bien. No sabes lo que me alegro.
Salimos a la calle y caminamos despacio hasta su esquina, donde nos despedimos con otros dos besos mientras una pareja de intrigados policías municipales nos observa de lejos. Antes de marcharme dudo un momento: quizá debería sacar del bolsillo la cartera, pero temo ofender a Alejandra. De pronto la veo mirarme a los ojos, casi adivinando mi intención.
—Conseguí operarme —dice, brusca.
Y sonríe digna y segura, como hace dieciocho o veinte años. Como una señora.
_____________
De Milenio Diario
Patente de Corso
Milenio Diario, Domingo, 19 Octubre, 2008.
Es ella quien me reconoce cuando paso cerca de la esquina donde, en apariencia, se gana la vida. Pronuncia mi nombre, me vuelvo de soslayo para decir buenas tardes y seguir mi camino, y la identifico en el acto. “Alejandra”, digo, parándome sorprendido. Parece feliz de que recuerde su nombre y me estampa dos besos en la cara. Eso me pone perdido de maquillaje, pero no me importa. Celebro sinceramente verla después de tanto tiempo. Era una buena persona, recuerdo. Con un punto decidido y tierno. Una chica alta y guapa, muy desenvuelta. Sólo cuando la mirabas detenidamente —las manos, la nuez del cuello— advertías que no era chica del todo. O que aún no lo era, aunque estaba en camino de ello.
Le digo que está guapísima y me llama embustero. Es cierto que el tiempo no la favoreció. La edad marca ahora sus rasgos masculinos, las manos grandes. En cierta ocasión conversamos durante toda una noche ante la cámara que nos seguía por Madrid, hablando de la vida, del amor, de la soledad. El reportaje se llamaba Canción triste de la calle Luna. Alejandra era entonces un travelo morenazo, de bandera. Esa noche nos hicimos amigos. Luego, a veces, iba al programa La ley de la calle, que hacíamos en Radio Nacional, a acompañarnos a Manolo el policía, a Ruth la lumi, a Juan el rey del tandem, y a Ángel Ejarque, ex boxeador y trilero profesional: mi colega, que lo sigue siendo. Mi plas. Y de ese modo, entre garimbas, humo de cigarrillos y largas madrugadas, supe cosas de Alejandra que ahora me vienen a la memoria. Cosas que me contó —yo utilizaba bien el verbo escuchar como herramienta profesional— como se las habría contado a un amigo íntimo, o a un cura.
Me dice que no puedo irme así, que me invita a tomar algo. De modo que entramos en un bar de ésos que antes me gustaban y que todavía me siguen gustando: tabernero legañoso, fotos de Di Stéfano, Puskas y Gento en la pared, y borracho habitual acodado en la barra. Allí, ante un vino y una cerveza, ponemos al día todos estos años. O más bien los pone ella, pues compruebo que no sabe nada de mí. Alejandra ni pisa una librería, ni lee un periódico, ni ve otra cosa en la tele que algún trozo de telediario y los programas del corazón. De pronto se me queda mirando.
—Me operé al fin —dice—. ¿Te acuerdas?
Respondo que sí. Que me acuerdo. Era el sueño de su vida. Cuanto ganaba pateando aceras lo guardaba para eso. Y luego, decía, un hombre bueno que me quiera. Ahora me cuenta que la operación no salió del todo bien, que tuvo problemas. Le digo que lo lamento mucho, pero que espero consiguiera al menos lo que tanto deseaba: aquello de lo que hablaba noche tras noche. Se queda un rato seria, pensativa, y al cabo sonríe y saca del bolso un carnet de identidad. Claro que lo conseguí, dice. Aquí me tienes: Alejandra tal y tal. Mujer de arriba abajo.
—Pagaste el precio —apunto con afecto.
Se me queda mirando sin decir nada. Después sonríe de nuevo, triste. La suya es una sonrisa lejana y cansada. No la que yo recuerdo.
—Vaya si lo pagué —responde al fin–. Y todavía lo pago.
Luego bebe un sorbo de vino, se echa el pelo atrás y pregunta por los otros: mi gente de entonces. Le cuento algo, por encima. A Ruth se la tragó la noche, Juan murió, Manolo es una estrella de la tele, Ángel trabaja en una empresa de seguridad, honrado a carta cabal... La vida, Alejandra. Los días y los años pasan para todos.
—En la tele se olvidaron de ti, ¿verdad?... Ya no te veo nunca en guerras ni sitios así.
Lo ha dicho con sincera conmiseración. Apenada por mi suerte. Para no defraudarla me encojo de hombros, con la modestia adecuada.
—Ahora escribo libros.
Igual habría podido decirle que fabrico jaulas de alambre para grillos. Me observa, compasiva.
—Ah… ¿Y qué tal te va con eso?
—Pues no mal del todo... Me gano la vida.
—Oye, que bien. No sabes lo que me alegro.
Salimos a la calle y caminamos despacio hasta su esquina, donde nos despedimos con otros dos besos mientras una pareja de intrigados policías municipales nos observa de lejos. Antes de marcharme dudo un momento: quizá debería sacar del bolsillo la cartera, pero temo ofender a Alejandra. De pronto la veo mirarme a los ojos, casi adivinando mi intención.
—Conseguí operarme —dice, brusca.
Y sonríe digna y segura, como hace dieciocho o veinte años. Como una señora.
_____________
De Milenio Diario