miércoles, marzo 21, 2007

VatiGol



Tonto, absurdo, ridículo, aburrido, juego de hombres, el deporte por excelencia, el Deporte Rey; éstos son algunos adjetivos y descripciones que ha recibido el fútbol por parte de sus detractores y defensores. El caso es que, a pesar de su desaliñado fervor patrio, de la rústica violencia en los estadios o del negocio político o económico, este deporte resulta un fenómeno social acompañado de encomios o severos y auténticos estigmas.

¿Qué tendrá de interesante el fútbol entonces? Poco, dirán algunos; nada, los que lo detestan; mucho, los que lo aman. Lo cierto es que si cada situación es la oportunidad de encontrar un bienestar o una perversión a nuestra propia medida, este juego, el fútbol, consigue evocar nuestras más primitivas emociones de pertenencia colectiva o de aversión arcaica; o es capaz de levantar nuestros más tribales impulsos de euforia y/o rabia por algo. Por ejemplo Borges, quien, según Valdano, llegó a decir que un signo de degradación social es cuando el hombre prefirió dejar de jugar ajedrez para jugar fútbol.

Cuestión de estrategias porque, si hacemos caso a Juan Villoro, nuestra imaginación puede "transformar un juego sin gloria en una trifulca legendaria". Quizá la literatura no sea la única que participe de la imaginación. Como Villoro, pienso que algunos cronistas deportivos también pueden ser grandes rapsodas y contar partidos que jamás vieron. Supongo, entonces, que la ceguera de Homero tiene algo de simbólico: es necesario cerrar los ojos para que las batallas se vuelvan grandes epopeyas plagadas de dioses.

Qué se puede hacer. Contra nuestro gusto o disgusto por las cosas no se puede luchar tan fácilmente, y el fútbol no tiene por qué ser la excepción de una racional subjetividad.

Yo, por ejemplo, nunca he sido un buen jugador de fútbol. Bromeando, a veces digo que para lo único que sirvo en el catenaccio es para hacerla de portería porque no llego ni a guardameta. Sin embargo, a mí me gusta ver un buen partido, el intrincado, el estratégico; me interesa observar sus tácticas de juego, sus fallas, me contenta ver las estrategias del rival. En otras palabras, soy un espectador, es decir, un apasionado y sedentario jugador del futbol-teoría. Mi experiencia futbolera se reduce a una cuasiplatónica y paradójica experiencia contemplativa a través del televisor, si es que en la contemplación existe algún tipo de experiencia.

Se dice que el teórico del arte es un artista frustrado; que el crítico literario es un escritor frustrado. Yo podría tener una sucedáneo desengaño por no saber jugar fútbol. Como jugador del fútbol teórico, justifico mi eidético juego platónico a partir del ejercicio de la representación. Y como este deporte se realiza con los pies, resulta que voy de cabeza tras el balón, hablándolo en vez de jugarlo.

Es cierto que el fútbol se ha sido utilizado distintos fines, como aquella Guerra del Futbol entre Honduras y El Salvador; o el caso citado por Juan Villoro el Dios es Redondo, donde Milosevic transformó a los hinchas de un equipo de fútbol en genocidas mediante propaganda política; o la más reciente en donde, a manera de un contemporáneo auto sacramental, el Vaticano inaugura y juega en la Clericus Cup para "mostrar un buen fútbol, que se juegue de acuerdo a las reglas y que sirva para que los párrocos se hagan un sitio en un lugar donde se reúnen los jóvenes", según Edio Constantini, presidente del Centro Sportivo Italiano.

Claro, sin contar aquellos otros fines mercadológicos o comerciales donde los dioses griegos ahora van de un equipo a otro según el racional capricho de la billetera mientras que, por otro lado, la antropomórfica furia del divino Aquiles se mimetiza en el testarazo de Zidane a Materazzi.

Y quizá por eso el común de los intelectuales se desmarcan del deporte de las patadas. Como dice Valdano, éstos lo consideran una expresión popular menor. Su desconfianza a lo masivo hace que se considere como una variante opiácea destinada al pueblo. Pero estos eventos nos demuestran que el fútbol es una proyección social. En el fútbol está lo que nos gusta y disgusta de la gente, se encuentra la concentración de nuestros prejuicios, pero también está en la cancha lo que, según Villoro, lo redime y ennoblece: "la posibilidad de regresar a nuestra infancia", de creer en la existencia de auténticos dioses, de legítimos gladiadores que buscan la victoria. Este aspecto lúdico de nuestra razón, el retorno a nuestra fantasía infantil olvidada, reunido al tribal y primitivo espíritu comunitario de obtener la victoria, tal vez convierten al fútbol en una imagen de las arcanas particularidades de nuestra sociedad.
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