"El frío es un perro bravo que muerde a los que se paran."
Rodrigo Solís
Rodrigo Solís
«¡Que se regresen, díganles que se regresen!», escuché y bajé la velocidad. La neta es que no quería hacerlo, tenía frío y ya esperaba subirme a la bici para agarrar calor de nueva cuenta. «¡Regrésense, regrésense!», oí que gritaban más adelante. Frené, alcé la vista y vi que más adelante había destellos de luces blancas por la ciclopista. «Es Tronc. No se puede mover», decían. Yo apenas lo había rebasado porque se detuvo, y no pensé que fuera por algo grave. Pero es que hacía mucho frío. Me iba a detener pero un ciclista se siguió, luego otro, y estuve a punto de continuar la ruta entonces. Luego escuché que estaba entumido o algo así, que tenía mucho peso en su bicicleta, que nos quedaríamos un rato en una cabaña cercana. Volteé y vi que lo llevaban mientras que otro llevaba su bicicleta con hielera, anafre maleta. Las luces blancas en la ciclopista continuaban destellando.
Nos quedamos ahí desde la una y media, creo. Ni sé qué hora era; pedaleando se pierde bien fácil la noción del tiempo, y según la condición física, hasta la noción de las distancias: si estás bien cansado, un kilómetro en plano es una cuesta empinadísima. Estábamos delante del Sifón. Habíamos hecho una parada ahí y el frío se puso de acuerdo con el sudor para calar duro. Yo no quería detenerme pero cuando lo vi completamente aterido suponía que sería una pausa larga. Como de una hora, decían. Como pudo, Tronc se colocó un sleeping, más por instinto de supervivencia, lo sentaron en una silla blanca y para cubrirlo del frío lo enrollaron con una alfombra que la dueña de la cabaña tenía en el patio. Ahora que lo recuerdo se me hace bien curiosa la escena para alguien que nos estuviera viendo desde la ciclopista y no supiera lo que estaba pasando: una bola de weyes enrollando a quién sabe quién en una alfombra, pero en aquel momento se me hizo un gesto padre que todos intentaran cubrirlo del frío, que le dieran una barra de chocolate, que se colocaran en círculo alrededor de él para cubrirlo de las corrientes de frío -pinche frío, no mames-, que lo colocaran debajo de un foco para que le diera algo de calor.
Éramos como veinte personas, tal vez un poco menos: Rodrigo Porrúa, Origel, Ivan Prado, Josafat, Rodrigo Solís, Cleik Rodríguez, Slingshot Guerrero, Israel Mora, Enrique, Marisol y Ruy (los de la tándem), Sandra Gon, yo… Y no sé quienes más. Hicieron una fogata y todos nos acercamos como mosquitos hambrientos de calor. Acercábamos las manos, los pies y me cae que hasta la mirada para que nos calentara mentalmente todo el cuerpo. Todavía pasaban unos coches. Me acordé cuando estaba en casa de mi abuela y el sonido lejano de la carretera me arrullaba.
Y ahí estábamos casi todos rodeando el fuego, viendo esa televisión primitiva –como decía Rodrigo- y contándonos historias para pasar el rato; riéndonos y contemplándolo, como queriendo arrancarle calor hasta con la mirada. Darwin decía que nos adaptamos a todo, y creo que hasta nos reímos de todo. Las luces que destellaban en la ciclovía finalmente me di cuenta que eran unos focos de la carretera cubiertos a la distancia por la copa de los árboles. Rodrigo habló e una historia de una mujer con muchos ojos en todo el cuerpo, que lloraba con todo el cuerpo, mujer de muchas perspectivas y puntos de vista, como nosotros ahí, contemplando el fuego. «Seguro los que se adelantaron han de estar en la Cima pasándola peor que nosotros», dijo alguien pensando en la venturosa fogata que hizo Sling. «O en Tres Marías, cenando, tomando cafesito, durmiendo unas dos o tres horas», comentó alguien más. Ya no sé si lo decíamos por añorar estar ahí en ese lugar imaginario de Tres Marías o porque el frío nos hacía delirar a campo abierto.
La neta es que estuvo de poca madre. El Ruy y Mariana, los de una tándem, mis respetos eh. Ya íbamos por la ciclovía de M. Contreras, primera zona de terracería por remodelación cuando su rin se dobla. “No, yo que tú la pensaba”, le aconsejaban. «Igual en Picacho te retachas», «ve pensando si te regresas», y Ruy le dice a un vato: «Pues la onda es que si es no’mas por los rayos, y si tu tienes, pues que chingue a su madre, nos vamos». Y nos fuimos. La llanta, no mames, nada más se veía cómo oscilaba, como esos discos LP’s de 45 revoluciones. Derecha, izquierda, derecha izquierda, como intermitente, me cae.
Y ahí iba la tándem, con un vato, tremenda mochilota y Marisol a las espaldas. Ella, me cae, bien pudo haber estado en una pijamada toda esa noche, pero no, ahí andaba, a pie de cañon, de pedal más bien, en una ciclovía brumosa, aguantándolo todo. Con el frío del Sifón hasta se nos olvidó que el rin estaba fregado. Al menos a mí, sí. Y ahí los veías ya cuando dejamos la cabaña, en la madrugada, a ellos dos hasta enfrente, siendo punteros, con buena velocidad, adelantándose, dejándonos, abriendo la neblina. Qué paisaje. El rocío. Lo que se perdieron los que se adelantaron, lo que perdimos los que nos quedamos, lo que ganamos todos. Y la neta que si dice Leibniz que este es el mejor de los mundos posible porque es en el que existimos, me cae que lo mejor que me pudo haber pasado es haber estado ahí con todos ellos. Qué aventura, me cae.
Pero que se termina la ciclovía. Ahora sí vino lo padre. Tierra suave primero, húmeda; terracería compacta tipo downhill decía Rodrigo Solís, Tres Marías y gravilla con guijarros sueltos y filosos que brincaban hasta la cara. Descenso, poco pedaleo (menos cansancio pero con más frío) y los amortiguadores a todo lo que daban. No sabes cómo me dolieron las muñecas y los dedos por tanta vibración y un frío que iba menguando lentamente. Yo pensé que mis llantas serían las próximas a reventar, pero nada. Ni la tándem. Yo, de hecho, hasta olvidé por completo que estaba su rin averiado, y creo que todos le restaron importancia a esa minucia. «¿Es un águila?», preguntaban en el mirador. «No, es un zopilote», contestaba otro. «Seguro están dando vueltas esperando a ver a qué hora caemos de cansados». Pero es que los carroñeros nunca probarán la carne de los príncipes, recordé a Homero en silencio.
Creo que nos detuvimos como cinco veces por ponchadura, y uno de ellos hasta dobleteó porque no' más su llanta no quedaba. Hasta que por fin, la llanta trasera -y no el rin- de la tándem, después de aguantar todo lo que debió, se desinfló justo en frente a la plaza de Tepoztlán, cuando ya habíamos bajado todos de las bicis. Nunca rompió su pacto. Llegó, llegamos. Ahí estábamos cinco horas más tarde de lo previsto. Vi la gente sentada en las plazas, como si nada. Y ahí estaba yo también, apoyando mis brazos sobre la baranda, también -casi- como si nada.
Es más fácil que el valiente quede a salvo que muerto, decía Homero en la Ilíada. El viaje fue una locura. Si lo hubiera pensado no la hubiera recorrido, pero todo fue como agua para el sediento. No sé en qué momento escuché a alguien que dijo que después de esta rodada todas las del DF serían cortas, y algo habrá de cierto. El caso es que al día siguiente, ya en le DF, cuando volví a subirme a la bicicleta, me di cuenta que el dolor del cuerpo era muestra de una batalla ganada.
12-13 de noveimbre, 2011.
Nos quedamos ahí desde la una y media, creo. Ni sé qué hora era; pedaleando se pierde bien fácil la noción del tiempo, y según la condición física, hasta la noción de las distancias: si estás bien cansado, un kilómetro en plano es una cuesta empinadísima. Estábamos delante del Sifón. Habíamos hecho una parada ahí y el frío se puso de acuerdo con el sudor para calar duro. Yo no quería detenerme pero cuando lo vi completamente aterido suponía que sería una pausa larga. Como de una hora, decían. Como pudo, Tronc se colocó un sleeping, más por instinto de supervivencia, lo sentaron en una silla blanca y para cubrirlo del frío lo enrollaron con una alfombra que la dueña de la cabaña tenía en el patio. Ahora que lo recuerdo se me hace bien curiosa la escena para alguien que nos estuviera viendo desde la ciclopista y no supiera lo que estaba pasando: una bola de weyes enrollando a quién sabe quién en una alfombra, pero en aquel momento se me hizo un gesto padre que todos intentaran cubrirlo del frío, que le dieran una barra de chocolate, que se colocaran en círculo alrededor de él para cubrirlo de las corrientes de frío -pinche frío, no mames-, que lo colocaran debajo de un foco para que le diera algo de calor.
Éramos como veinte personas, tal vez un poco menos: Rodrigo Porrúa, Origel, Ivan Prado, Josafat, Rodrigo Solís, Cleik Rodríguez, Slingshot Guerrero, Israel Mora, Enrique, Marisol y Ruy (los de la tándem), Sandra Gon, yo… Y no sé quienes más. Hicieron una fogata y todos nos acercamos como mosquitos hambrientos de calor. Acercábamos las manos, los pies y me cae que hasta la mirada para que nos calentara mentalmente todo el cuerpo. Todavía pasaban unos coches. Me acordé cuando estaba en casa de mi abuela y el sonido lejano de la carretera me arrullaba.
Y ahí estábamos casi todos rodeando el fuego, viendo esa televisión primitiva –como decía Rodrigo- y contándonos historias para pasar el rato; riéndonos y contemplándolo, como queriendo arrancarle calor hasta con la mirada. Darwin decía que nos adaptamos a todo, y creo que hasta nos reímos de todo. Las luces que destellaban en la ciclovía finalmente me di cuenta que eran unos focos de la carretera cubiertos a la distancia por la copa de los árboles. Rodrigo habló e una historia de una mujer con muchos ojos en todo el cuerpo, que lloraba con todo el cuerpo, mujer de muchas perspectivas y puntos de vista, como nosotros ahí, contemplando el fuego. «Seguro los que se adelantaron han de estar en la Cima pasándola peor que nosotros», dijo alguien pensando en la venturosa fogata que hizo Sling. «O en Tres Marías, cenando, tomando cafesito, durmiendo unas dos o tres horas», comentó alguien más. Ya no sé si lo decíamos por añorar estar ahí en ese lugar imaginario de Tres Marías o porque el frío nos hacía delirar a campo abierto.
La neta es que estuvo de poca madre. El Ruy y Mariana, los de una tándem, mis respetos eh. Ya íbamos por la ciclovía de M. Contreras, primera zona de terracería por remodelación cuando su rin se dobla. “No, yo que tú la pensaba”, le aconsejaban. «Igual en Picacho te retachas», «ve pensando si te regresas», y Ruy le dice a un vato: «Pues la onda es que si es no’mas por los rayos, y si tu tienes, pues que chingue a su madre, nos vamos». Y nos fuimos. La llanta, no mames, nada más se veía cómo oscilaba, como esos discos LP’s de 45 revoluciones. Derecha, izquierda, derecha izquierda, como intermitente, me cae.
Y ahí iba la tándem, con un vato, tremenda mochilota y Marisol a las espaldas. Ella, me cae, bien pudo haber estado en una pijamada toda esa noche, pero no, ahí andaba, a pie de cañon, de pedal más bien, en una ciclovía brumosa, aguantándolo todo. Con el frío del Sifón hasta se nos olvidó que el rin estaba fregado. Al menos a mí, sí. Y ahí los veías ya cuando dejamos la cabaña, en la madrugada, a ellos dos hasta enfrente, siendo punteros, con buena velocidad, adelantándose, dejándonos, abriendo la neblina. Qué paisaje. El rocío. Lo que se perdieron los que se adelantaron, lo que perdimos los que nos quedamos, lo que ganamos todos. Y la neta que si dice Leibniz que este es el mejor de los mundos posible porque es en el que existimos, me cae que lo mejor que me pudo haber pasado es haber estado ahí con todos ellos. Qué aventura, me cae.
Pero que se termina la ciclovía. Ahora sí vino lo padre. Tierra suave primero, húmeda; terracería compacta tipo downhill decía Rodrigo Solís, Tres Marías y gravilla con guijarros sueltos y filosos que brincaban hasta la cara. Descenso, poco pedaleo (menos cansancio pero con más frío) y los amortiguadores a todo lo que daban. No sabes cómo me dolieron las muñecas y los dedos por tanta vibración y un frío que iba menguando lentamente. Yo pensé que mis llantas serían las próximas a reventar, pero nada. Ni la tándem. Yo, de hecho, hasta olvidé por completo que estaba su rin averiado, y creo que todos le restaron importancia a esa minucia. «¿Es un águila?», preguntaban en el mirador. «No, es un zopilote», contestaba otro. «Seguro están dando vueltas esperando a ver a qué hora caemos de cansados». Pero es que los carroñeros nunca probarán la carne de los príncipes, recordé a Homero en silencio.
Para mí, la corona del recorrido fue esta zona áspera y mordaz como su clima en madrugada. Me gustó. Pero el remate fue el descenso sinuoso y peligroso de una carreterita de doble carril con más curvas que los descensos que tuvo Dante. Era el entronque con la carretera pavimentada Tlacotenco - Tepoztlán. «No suelten la bicicleta, no dejen que se vaya, frenen», insistía Rodrigo desde antes de dejar el camino empedrado. Comentó que ha habido ciclistas que han sido tragados por sus curvas. Derecha, izquierda, frena-frena más porque te jala, frena más porque rozarás la llanta de enfrente. Ruy arrastra el pie para que las curvas no jalen la tándem que lleva sólo ajustado el freno delantero. Una, dos veces, tres, se oye rozar su suela con el asfalto. Las curvas son muy cerradas, ciegas. Todos con cuidado. Frena, frena, con las dos palancas al mismo tiempo, me quiso jalar un poco el ímpetu. Allá alguien se abre mucho, invade el carril contrario, no pasan coches, no pasa nada. Luego otro se abre un poco, tampoco nada. Se detiene la tándem. Le amarran los frenos que había soltado para evitar que las zapatas rozaran del rin ondulado. Más curvas. Que no te jale. Seguimos y terminamos en la glorieta-distribuidor de Tepoztlán, al final de nuestra serpentuosa aventura.
Creo que nos detuvimos como cinco veces por ponchadura, y uno de ellos hasta dobleteó porque no' más su llanta no quedaba. Hasta que por fin, la llanta trasera -y no el rin- de la tándem, después de aguantar todo lo que debió, se desinfló justo en frente a la plaza de Tepoztlán, cuando ya habíamos bajado todos de las bicis. Nunca rompió su pacto. Llegó, llegamos. Ahí estábamos cinco horas más tarde de lo previsto. Vi la gente sentada en las plazas, como si nada. Y ahí estaba yo también, apoyando mis brazos sobre la baranda, también -casi- como si nada.
Es más fácil que el valiente quede a salvo que muerto, decía Homero en la Ilíada. El viaje fue una locura. Si lo hubiera pensado no la hubiera recorrido, pero todo fue como agua para el sediento. No sé en qué momento escuché a alguien que dijo que después de esta rodada todas las del DF serían cortas, y algo habrá de cierto. El caso es que al día siguiente, ya en le DF, cuando volví a subirme a la bicicleta, me di cuenta que el dolor del cuerpo era muestra de una batalla ganada.
12-13 de noveimbre, 2011.
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